Regresé. Sin la prosperidad que había jurado mamá pero sí con mucha nostalgia. Fueron pocos los meses en Morichalito con la abuela Carmen. Tía Consuelo dijo que extrañaba mi nariz de esfinge que le recordaba el fracaso de otros, yo me reía de las ocurrencias que solía tener. En fin de cuentas en el pueblo se decía que terminó loca de la sequedad y de sus labios que ya no apretaban.
A los meses papá decidió levantar cabeza con la visita de un Don que le propuso empleo en una empresa del Estado. No objeté al destino, decidí embarcarme en el camino de papá y hacer familia. Sabía que partíamos del pueblo huyendo del rumor Quijada que a todas luces dibujaban cuernos en su frente. Papá protegía más que a mí, su orgullo Cada vez más se hacía evidente en mí la infidelidad de mamá. Más que bien miré hacia atrás desde el camión dejando tierra, patios traseros y los árboles de uvita playera que tanto me gustaban.
Hicimos vida en matanzas, en el campamento que la Siderúrgica del Orinoco (SIDOR), antes de la privatización, construyó para sus trabajadores. Vivimos por 8 años en paredes de hojalata, un poco de madera, techos de cinta aluminizada, en algo que los americanos, dice papá, llaman trailer. Con atardeceres metalizados, lluvias saladas, seríamos la familia atómica con carruseles de pellas.
Viví tranquila esos años. Los sábados acostumbraba a ir con María a la capilla donde recibíamos catecismo, recogíamos el diezmo y ayudábamos al padre. Recuerdo perfectamente mis zapatos blancos y mi falda azul con pelotitas blancas, era mi predilecta para ése día. El campamento americano que se nos construyó hizo las veces de un hogar seguro. Kinder, cancha de tennis, de básquet, parque infantil, transporte escolar, capilla, piscina y un centro cívico. Sentí entonces que mi vida era perfecta.
Nunca olvidaré los atardeceres rojos, mezcla de mineral de hierro y químicos que coloreaban el cielo como promesa del lugar más fantástico. Siempre corría a gritarle a papá que se asomara – a lo que él me respondía - pronto entenderás que no es digno de admiración -. Atrapar saltamontes y coleccionar pellas era lo máximo, hasta que Anabel descubrió que sería más divertido construir una casa en el árbol – tal como lo vio en la tele - que encerrar saltamontes en frascos. Se convirtió en nuestra obsesión. Creamos un club y nos adueñamos de un trailer viejo desocupado, y poco poco fuimos desarmándola para rescatar las piezas que nos interesaban. Y construimos nuestra casa que nos divirtió sólo unos días.
Nunca más supe de la tía Consuelo. Pensé muchas veces que condensaba mucho cariño en mí por no haber tenido a papá. Yo entonces para los 15 conocía el significado de la palabra “puta” cuando por la vereda me lo gritaban a ratos cuando agitaba la falda, y papá me dijo – es algo así como el deporte de mi prima Consuelo -. Dentro de mí supe que sería la mejor deportista aunque papá cuidaba de mí como la niña que era, quien por cierto ya tenía cosquillas abajo. Yo sabía de Consuelo que era una mujer trabajadora, luchadora y “echada pa’lante” porque así decían los señores por la casa. No se cansó de decirme que cuando viese un “pendejo” echara a correr. Yo no sabía como se reconocían y me dijo – mírele la panza a ras de la pelvis, haga un recorrido lento hasta los ojos, después cierre en silencio y allí sabrá -. Efectivamente.
A los 16 la moral fue un concepto vago. Me enamoré de un chico 5 años mayor que yo, a quien veía como actor de cine. Era como la bandera enarbolada un día festivo. Lo esperaba en los bancos de frente a mi casa, vestida como si fuese el día más especial de mi vida, pretendía leer más se me cruzaban entre las líneas sus ojos y yo sólo deseaba ser grande como él. En realidad lo esperaba, era el disfrute de 5 segundos el cual era el lapso que tardaba en cruzar la calle haciendo rebotar la pelota. De vez en cuando lograba atrapar sus ojos cafés y yo me sentía mujer, pensé que la falda estaba cosechando los efectos que esperaba y que pronto dejaría de llamarme deportista y sería al fin una mujer.
Años después, aprendidas las técnicas de la tía consuelo, sin temor a rechazar mi herencia, supe que él, como los otros, era un completo pendejo.
Los miterios de Morichalito
ReplyDeleteNos tienes colgando del risco, como si estuviésemos leyendo Los misterios de París, capítulo a capítulo.