Desde acá se tiene acceso al sexo pueril y a las venganzas sin ego, y le llamamos a esto el circo del odio para ser discretos. Sobre esta ciudad sobrevuelan los conjuros de los recesos, la pesadez del cuerpo y la aridez de esta tierra que amanece blanca en su cielo mineral. La tiranía del silencio apago nuestras velas para no ser nosotros, sino los que se buscan, los que llegan tarde a librar por todos con una pastilla. Deberíamos tocar el botón de reset, entender que los juegos de ser otros se acabaron con los excesos; entendimos de sobremanera que las mitades no sólo sirven para contar sino para ser franco, para ser más que un tabaco a medio apagar, unas cartas echadas o una escuela de santos.
Flotando en las copas de vino, reinventamos la ciudad con las burbujitas de la uva y las blusas transparentadas en el vidrio. Hicimos los techos con los cohetes y las miradas detrás del lente, porque se nos olvidó vivir sin ser capturados o porque en el revelado se nos ven menos las cicatrices, se nos olvidan las letras y obedecemos a la orden del disparo. Cuando la ciudad está de negro nos da por despertar a los sabios de soledad.
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