Friday, June 29, 2007

I

A las 4 de la mañana el amanecer se acerca a los ojos, puedes predecir el día, pero no lo haces. Apuestas a lo bueno, a que lo mejor pasará. Me sumerjo en un viaje, voy con gente distinta, en un carro distinto, con un señor extraño que nos lleva reunidos por cuatro horas. Uno va en esos carros dispuesto a todo, desconfiado o confiado de que llegará a su destino, acompañado de rostros que nunca más volverá a ver, compartiendo unas horas minúsculas pero causales, asomados a nuestras quejas, a nuestros desmanes, motivados o esperanzados en alcanzar la meta, y eso es lo más gratificante. Yaces en el asiento, la vida es corta en ese instante, uno piensa que puede morir instantáneamente en el coliseo de gandolas, sería rápido, instantáneo, o cruel… puede que uno quede mutilado. Pero uno cierra los ojos, la vida hoy no puede ser tan miserable. Hoy se estrena el 29. Abres los ojos y estás en tu destino. Lo suficiente como para haber olvidado a esta ciudad- pueblo derruida en el centro, prostituida y reivindicada en el mar. Y estando en ese instante con una suerte de independencia comprada o circunstancial, me encuentro con un hombre que será mi compañero del día, compañero sin nombre. Ninguno de los dos nos atrevemos a preguntarnos nombres, no es necesario estrechar las manos, ni nos detenemos en el rostro, comprendemos o tenemos la certeza de que compartiremos el día irremediablemente. No chistamos, no se puede chistar por todo. Bastante fue a ver sobrevivido al toreo de las gandolas, a las banderinas, al hampa organizada, a los piratas de carretera. Es una aventura que tiene un fin, atemporal pero cercano, ilusorio, sí. Arribamos a Puerto la Cruz.

Comienza la travesía en la cola, los alborotos del que quiere colearse, el folcklore de los funcionarios policiales, el teatro de los sistemas caídos, los sueños de vuelos, sonrío… debo sonreír, leer un buen libro en el trayecto. Supeditarme a los avatares de las listas, ni modo, confiar en el sistema. Pasan las horas, esperamos que transcurra el tiempo en el que debemos fiarnos, las dos de la tarde. Caminamos algunas calles persiguiendo el mar, detrás de las casas derruidas se muestran unas palmeras, generalmente indicio de playa. Llegar allí es un reencuentro con los 10 años, con las noches de boulevard escapada de las manos viendo a los peludos fumarse las hierbas mientras las olas rompen el muelle. Detenerme allí hoy, es ver a 7 enamorados manosearse las espaldas, escribirse con la lengua, grafittis en las mejillas, aventurarse a la salida de clases detrás de una palmera y amarse como si el cuento durara toda la vida. Creerse infalible y groseramente adulto. A mí lado está el flaco, el mismo sin nombre, amablemente o resignado me acompaña frente al mar, los barcos cruzan el horizonte, van y vienen, coquetean con la playa. Las perras preñadas dejan su huella en la arena; todas tienen el hocico seco, las tetas hinchadas y los ojos saltones, tienen esa raza particular de los cascos como estos, carcomidos por la sal. Frente a esta vista todo vale la pena, el sobresalto en el auto, los baches, la aventura, las sucursales irónicas, los policías inurbanos, incluso el flaco que me acompaña. Son las doce, aun el sol no golpea, las amenazas de lluvia - en este costado - son más sutiles que en la ciudad del hierro, nos rasguñamos los bolsillos para almorzar, lo cual supone otra fila más de seres vapuleados – al menos yo, podría incluso incluir al flaco – para comer en una franquicia; la novedad de la Copa América en este hueco no ha dejado ni una calle asfaltada, apenas hay toldos rojos, ni siquiera la preocupación de vociferar con el unicolor, esta ciudad está triste o embelesada a la orilla del mar con la compañía de cualquier ron.

1 comment:

  1. Conozco la ciudad que describes por mía y coincido contigo, por esa vista vale la pena el sortilegio de llegar hasta allí y perderse en el horizonte a pesar de los huecos, los delincuentes y los toldos rojos, inclusive...

    OA

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