Dentro de esta vitrina se ven las camisas azules pasearse en las guaguas de madera, bailando los culos jóvenes al ritmo del bumbá; se graduaron y están contentos. Comparto la mesa con un infortunado que se ha quedado sin una, visiblemente escuálido – diría el panzón – visiblemente guapo, diría yo. Me esmero en asquearme del gobierno una vez más, presumir de las teorías, de la contemplación. El flaco se ha ido, emigró hacia la franquicia vecina. Dos gringos entran al recinto con sus bolívares en mano devaluados, millonarios al canje. Quisiera conocer la trinchera del flaco, ¿será rojo rojito? – pienso – no lo confronto, empiezo a hacer los comentarios propios de cuando se quiere desenmascarar. Sabe que no es guapo, tampoco es necesario que lo sea, se cuida de los comentarios, hasta ahora absolutamente indescifrable… y los indescifrables tienen un 80% de rojitos. Resultado del silogismo: asumo su bolivarianidad, me estremezco en la tolerancia, en la indefinición.
Emprendemos el regreso a la oficina de extranjería de oriente – así dice el cartelito – el despelote abunda como era de esperarse. Los niños lloran, algunos ya han pasado misteriosamente, los incrédulos salimos a comer, pero los incrédulos no se equivocan de sede, es decir, no todos. Vuelvo al acto contemplativo de escuchar las quejas, observar los rostros, someterme a la observación cuál trabajo de campo, olvidar que es mi anhelo también, morbosear con la situación. Ya hemos subido un piso, estamos más cerca de la cumbre, no pasa mucho tiempo para alcanzar la cima. Paso la primera estación de la ginkana, el anillo definitivo, el torniquete necesario, la vuelta de camino, el punto decisivo que obtengo con éxito, sólo falta la inmortalización de mi sonrisa de turista. Todo se convierte en escenas bizarras, morbosas en realidad, podría sonar al fondo un violín… algún saxo, deleitarme antes del matadero, de la cámara de gas frente a la cámara digital. Queda una persona delante de mí, luego vendría yo; me acomodo el cabello, me quito los zarcillos, son las cuatro de la tarde – después de todo no fue tanto – sonrío, me siento afortunada en la cima del Everest, podría gritar ¡libertad, libertad, libertad! Hondear mi bandera, proclamarme libre antes del sello, del papelito con el pase. La chica rojita se toma su tiempo, se detiene en los datos, los corrobora. Es simpática, no es una bolivariana cualquiera, parece disfrazada en realidad, dentro de sí hay un funcionario bueno, educado misericordioso, un tesoro. Siento que se apagan los aires, es un pause en el tiempo, su voz es distorsionada y mo- du-la con l-e-n-t-i-t-u-d- Alza su mirada, me mira con pena… es la mirada de un pésame, de lástima – o quería reírse, quien sabe, yo pude haberlo hecho -. “Señorita, su cita no era aquí, fíjese en el papel. ¿Viajaste desde allá? ¿Pagaste por esto? es una pena, me gustaría ayudarte, pero no hay nada que hacer”. El Apocalipsis, las langostas invaden la habitación, las siete plagas hacen gala de su mito, se ríen, gritan: “¡sí existo, ¿ves?!”, el 29 se estrena, suenan el bombo, los platillos, la orquesta está en do mayor, un tenor sostenido, esto es una opera, un efecto especial de Spilberg logra acabar con las computadoras, sacar una metralladora, agujerear cada punto de la palabra P U E R T O O R D A Z, sadiquear con la escena, quiero reírme aterradoramente, halarla por cada hebra de su cabello y suplicarme que me ayude, he gastado 300 mil bolívares devaluados, devaluadísimos de mi haber, un saldo en rojo para mi debe.
Bajo las escaleras, desciendo de La Vega disfrazada de Everest, cada escalón se desvanece como en Alicia en el país de las maravillas, un chiste cruel no es tan grueso como esto, el día sí podía ser miserable, el 29 sí pudo ser excelso, los vaticinios… el palpito de nuevo tuvo su estocada, el presentimiento es desgraciado. Desciendo, estas calles son extrañas y no encuentro destino, no sé irme si volver y llorar. Ruedo unas cuantas calles, me gritan cosas, a esta hora las calles están inundadas de negocios informales, de casanovas de bar, coquetos con guardacamisas y piropos cochinos, es una escena cruel. Lloro, no me da vergüenza llorar, debo asumir mi estupidez, entender la lección… alguna oculta lección indescifrable como: “sé bueno y lee antes de viajar” o “sal de tu abstracción y despierta a la vida”; alguna cosa así, no sé. Siempre racionalizo, puedo presumir de ello pues soy experta… hasta en las peores situaciones, como por ejemplo. Me escuerzo en sacar alguna moraleja, una moraleja que vaya más allá de mi estupidez, me es un intento en vano. Asumo el fracaso. Deambulo algunas calles de mercado, negras, las paredes son negras, las aceras están negras… todo es oscuro, vuelvo sobre una calle una y otra vez; los nativos se dan cuenta de que estoy perdida, notablemente afligida y derrotada. “Señor (snif snif) ¿dónde se agarran los carritos hacia Puerto Ordaz?”. Hace gestos con la mano y detiene a un flaco colombiano – vete con él – impera. Atrás he dejado al flaco, supe su nombre: William. Espero en una pollera mientras el Cielo azul se llena, el llanto es mi consuelo más próximo, algún galán de pollera se esmera y me alcanza una servilleta, la cual restriego contra mi nariz, - ¿es algo grave? – pregunta. Quiero amenazarlo, alzarlo, colocarlo contra la pared y gritarle que vuelvo a ser una mortal sin pasaporte. Pero detento mis instintos y asumo mi rostro de jovencita protegible, y le hago entender que no es nada grave. Frente a mí, resaltan los cabellos dorados de los dos gringos de la franquicia, asumen una fila de gente que regresa a su trabajo con bolsas llenas de tomate, papas, papel sanitario, galletas… ¿a dónde irán?
Què bueno!!! el texto,me transmitiste cada una de las emociones de cadaetapa!!!,terminè casi como tù llorando!!!!
ReplyDeleteHe llorado por situaciones parecidas, y ademàs soy de las que trata de sacar un para què!!!!
cuando se trata de que aquì no hay respuestas ni preguntas, ANARQUÎA
Consuèlate pensando que has escrito un buen relato, y que aunque hubieses ido a dònde te tocaba, algo hubiese pasado y te quedavas sin pasaporte.