Despierto con un oneirismo atormentado, algunas firmas que me despojaban de todo, de lo que ya se despojó; de pronto me repito que no lo soportaré y despierto voluntariamente, un intento por recrearse historias que luego resultan demasiado crueles. Poco a poco esta es otra costumbre, otra manera de reventarse el estómago con sus nudos cuando nos da por querer a otros, cuando nos da por encarar a las mujeres que hacen el papel de uno, a veces. Voy de pronto en un viaje prestado, aventurada a saltarme los pasos, a pensar a dejarme de altruismo, supervalorar mi superyo, ser, pues, una clase de yo que no teme rasgarse los atavíos. Esta avenida huele distinto, el semáforo muestra otras direcciones, incluso conozco otros caminos para llegar al mismo destino; este es un ejercicio obligado porque allá cuando termina la vía me he obligado a amanecer en otras calles con otros sabores en la lengua, tratando de inflar los senos, de mamarme los dedos con mucha sal, acicalarme como las buenas gatas las extremidades extendidas ansiosas de mojarse. Luego reencuentro las viejas guitarras, las tontas canciones, algún conflicto oníricos me amargaron la vida o me esperanzaron en el trayecto, y estoy multiplicada a la enésima y luego íngrima como esta página, de todos los escasos que abundan en esta ciudad, en este país, sobrepasándome en los amores, en las cartas que uno siempre olvida escribir, como si no fuese pertinente reventarse la garganta hasta sacarse, desarmarse el alma para barrer todas estas ganas de habitar ausencias por defecto, o por creer que es más fácil no estrellarse que morir ahogado insatisfecho.
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