A Jorge le llovieron aplausos. Cuando dijo que quería irse le abrí la puerta con tres o cuatro cuchillos en los pulmones pero a sabiendas que era lo mejor. Lo mejor para el charco con calentador, excelente para los vacíos en los que permanecimos guarecidos demasiado tiempo. Se fue entonces sin titubear, sin darse ese giro propio de las películas rosas de las que me atraganto de vez en cuando, se largó sin esa escena que al menos hubiese sido perfecta para rememorarla y pensar que en realidad no quería irse. Pero se fue. Dos o tres conversaciones posteriores para salvar culpas, limpiar los prestigios … como dicen, pero nunca ese volver atrás que parece ser tan predecible de los romances veinteañeros. Se quedaron como 10 kilos de palabras guardadas de esas que uno vomita con cualquier llamada desesperada, Jorge las controló, yo las controlé y todo fue sano. Nada de recuerditos. Permaneció todo como un cuadro bien pintado, con sus oleos bien coloreados, un comienzo extraordinario para hacer más clásica la película. No era posible construir la historia porque pasar cinco años a páginas es decir mucho, un cuchillo perfecto para terminar de agujerear el diafragma. No era esa la muerte que aspiro, la vida pasa y pronto los pulmones se inflan tanto que los afilados disparan de nuevo. Luego aludí al cliché, y dije las mismas frases que dicen las mujeres que se creen mujeres dolidas y maltratadas por la vida (hey, sólo para cerrar ese capítulo de “¡¡Ya verás desgraciado!!”). Pero…cómo retorcer el cariño, es imposible.
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