En la sala de redacción soplan vientos de este a oeste y voltean las palabras como lo hace la brisa con las hojas de mango. Se meten en esta caja todo el trauma político, laboral y social que, a veces, asoma alguna lágrima en las lagunas de las tres de la tarde. Afloran las contradicciones y resulta un confesatorio entre la pantalla y las voces que asaltan – una y otra vez –con la súplica de una ayuda, sin contemplación. Vienen los desaires de la mano extendida, del dinero que no dimos, del silencio que hicimos con la injusticia, del verbo no escrito, del error publicado, del grito que no hicimos sentir en el papel.
En esta sala hay un huracán de nostalgias, pasa el tiempo demasiado rápido con la partitura del teclado y cada hecho borra el otro demasiado pronto. No asimilamos, no da tiempo. Cada estación es un lugar para que acampen los políticos con sus campañas perdidas, los chismes de pasillo, los trabajadores pisoteados, el consultorio de las quejas estatales, un inmenso archivo de pliegos conflictivos que no llegan a tribunales. Acá duermen las calles rotas, las sonrisas de los niños, los paros, las comparsas, la sangre de los muertos, los malandros sueltos, las amenazas de cierre, la economía del papel, todo duerme en esta sala sin despertarse.
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