De un intercambio con mi querido Alexis.
Sé bien que más vale leer en estos días, que mil páginas que
escriba. Pero necesito escribir. Dicen que es un ejercicio útil para ordenar
ideas y, en mi caso, para sentir que el paso del tiempo, de mi tiempo, tiene su
propio registro. Es una nostalgia babosa con la que aprendo a lidiar desde que
tengo uso de razón. Te habla la que conserva una caja con cartas de amores adolescentes.
Cartas como las de César. De Manuel. De Anthony. De Jorge. En fin, gente con la
que en algún momento pensé que tenía sentido compartir las horas y enamorarme,
así fuese por horas. No sé si me entienden, como tampoco sé si en algún momento
me deshaga de ellas.
Tengo casi 34 años y aquí estoy, esperando un mensaje de whatsapp que no llega desde hace casi
una semana. También estoy esperando un mensaje epílogo para este fin de semana
largo con nombre de poeta que no planeé, pero al que llegué por la fuerza de la
corriente de la procastinación de la que intento curarme.
Entonces tú, muchacho nuevo, tienes que saber: lo único que
sé es que no quiero hacer daño aunque suene cliché. Quiero desparramarme con la
misma intensidad con la que estos días una Venezuela convulsa nos golpea. Tengo a mi cuestas una trio de proyectos que
he llamado la base sólida de mi vida laboral. Estoy, palabras más palabras
menos, vaciando concreto entre cabillas a ver si, este momento de mi vida,
puede llamarse de consolidación profesional. Es una de mis pocas certezas. No me
culpo. Vivo en un país en el que la incertidumbre es nuestro mayor superávit.
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