Hoy volví a ver al niño que hace malabares en el semáforo cerca de casa. Se baja del autobús con zapatos, blue jeans, camisa limpia. Cuando vulevo a pasar por ese punto en la tarde ya anda descalzo, camisa sucia y rota, restos de tierra en la cara. Se está convirtiendo, a sus doce años (o así), en un artista de la mendicidad. Hace su truco con tres o cuatro limones, con sapiencia, sin ánimos, como quien aprende a batir clara de huevos a mano para hacer suspiros. No tiene gracia, no tiene empeño, no es lo que aparenta ser. En ningún sentido.
Hoy volví a ver al niño que hace malabares en el semáforo cerca de casa. Se baja del autobús con zapatos, blue jeans, camisa limpia. Cuando vulevo a pasar por ese punto en la tarde ya anda descalzo, camisa sucia y rota, restos de tierra en la cara. Se está convirtiendo, a sus doce años (o así), en un artista de la mendicidad. Hace su truco con tres o cuatro limones, con sapiencia, sin ánimos, como quien aprende a batir clara de huevos a mano para hacer suspiros. No tiene gracia, no tiene empeño, no es lo que aparenta ser. En ningún sentido.
ReplyDelete