Lo había soñado unos meses atrás. Amanecía. La madrugada era
pegajosa, fría y nos separaba una mesa
de plástico barata blanca. Estábamos cansados, en la intemperie y en el fondo sonaba
apenas una cortina musical a la que ya casi nadie prestaba atención.
Hacía unas horas que lo que aparentábamos había muerto y
solo quedaban restos en la sinceridad de la madrugada. Era una fiesta acabada
que nadie se atrevía a terminar.
No estábamos juntos siquiera. Pensábamos, incluso, en otras
personas, en el mar de dudas que nos asaltaban una década después o un período suficientemente
largo como para que decenas de historias nos hubiesen arrastrado, como para haber
hecho familia en ese huracán, pero allí estábamos. Coincidentes, como antes,
agotados en la madrugada de una parranda que todos se negaban a terminar.
La conversación era infructuosa y cada detalle de ella
parecía a esas alturas irrelevante. Nos separaba esa mesa blanca, un kilo de
prejuicios y un silencio espeso, pesado como una toalla mojada y confuso en ese rápido recuento de episodios que siempre callamos. Entonces nos alzamos levemente, con la
parsimonia de un descubrimiento incipiente, colocamos los codos en la mesa y nos
inclinamos hasta completarnos en un beso.
Era un reencuentro tardío que sonaba a por fin, a una vida
de espera, a un puerto seguro, a final de camino, a revelación en la constancia y en lo sucesivo, también, a un coro de Handel. Todo
lo que había sido hasta entonces parecía nublado, como si este episodio breve se
llamara felicidad.
Entonces desperté. Escribí par de mensajes y conté el sueño
en voz baja.
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